Inflexible

“Inflexible” debe de haber sido la palabra más pronunciada en relación a Diego en estos años. Y no describe ni remotamente su dificultad de adaptación al cambio…no tanto a cambios de lugares o situaciones, que en general tolera relativamente bien, si no a variaciones en la manera de hacer las cosas o a pasar de una actividad a otra. En los primeros meses de intervención era simplemente imposible, y luego muy complicado. En cuanto se interesaba a algo (un juego, una actividad, un cuento, una canción) cogía inmediatamente una rutina y no toleraba la mínima variación en la ejecución de la actividad, ni terminarla para pasar a otra cosa. La torre de bloques tenía que hacerse con una secuencia de colores determinadas. Las páginas de los cuentos tenían que pasarse con una velocidad precisa, y las frases leídas con cierta entonación. La inflexibilidad interfiere con el aprendizaje y el desarrollo, impidiendo la adquisición de nuevas experiencias, obstaculiza las interacciones sociales y limita enormemente la vida diaria, al producir rabietas cada dos por tres. Los avances y los aprendizajes dependen de las nuevas experiencias, y las experiencias solo son posibles si se admiten cambios. La flexibilización ha sido desde el principio la lucha más dura contra el autismo de Diego.

Para introducir una pequeña variación en alguna actividad, había que sujetarle fisicamente incluso si se la anticipábamos …y con dos años tenía ya suficiente fuerza y rabia como para que la experiencia fuese traumática para todos. Hacer que aceptara cambios era como tener que calentar un bloque de hierro para luego moldearlo….pero sin llama, a golpes. Imagina que ese bloque es el cerebro de tu niño de dos años. Y quien tiene que flexibilizarlo eres tu, su madre o su padre, viendo como grita y llora y se pone histérico porque has puesto un bloque rojo en la torre en lugar de uno azul, y hay que sujetarlo para que no la tire, para que vea que el mundo no se acaba por variar la secuencia de colores. Y luego hay que convencerle a hacerlo el, y le guías la mano mientras se resiste con todas sus fuerzas y cuando por fin lo consigues le premias con lo que mas le gusta….e después de unas cuantas repeticiones que te quitan todas las fuerzas entiende que no pasa nada, que puede con eso…hasta la siguiente variación.

Esto pasaba en cada momento del día. En cada cambio de ropa. Cada cambio de actividad. Cada vez que se nos olvidaban las letras exactas de alguna canción que nos habíamos inventado. Cada vez que había que quitarle un juguete con el que se ensimismaba demasiado. Cada vez que se le proponía un nuevo juguete o actividad. Cada pequeños cambios en juego social, cuento, rutina que quería siempre de la misma forma. Cada vez que había que montarle en un coche diferente. Cada vez que había que salir y entrar por una puerta diferente. Y cuando nos sentíamos demasiado cansados para más rabietas, y aflojábamos durante unos días, el hierro se enfriaba y se ponía duro otra vez, y había que empezar de nuevo.

El pulso ha merecido la pena. Diego sigue inflexible y probablemente la rigidez siempre será su característica, pero está aprendiendo a dominarla. Sabe negociar algo a cambio (que no es algo material, si no un poco de tiempo más para asimilar la idea). Empieza a controlar sus reacciones. Verle buscar estrategias para vencer sus bloqueos, esforzarse para salir de un esquema, conseguir terminar una actividad mientras su mente le tira para el otro lado, es algo que nos llena de orgullo por su esfuerzo en enfrentarse a una lucha que pocos niños de su edad tiene que combatir.

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“Inflessibile” é stata la parola piú pronunciata in relazione a Diego in questi anni. E non rende nemmeno remotamente l’idea della sua difficoltá di adattamento al cambio…non tanto al cambio di luogo o di situazione, che in generale tollera bene, ma alle variazioni nel modo di fare le cose o alla transizione da un’attivitá a un’altra. Nei primi mesi di intervento era semplicemente impossibile, e in seguito molto complicato. Appena si interessava a qualcosa (un giocattolo, un’attivitá, un libro o una canzone) prendeva immediatamente una routine e non tollerava la minima variazione nell’esecuzione dell’attivitá, ne terminarla per passare a un’altra. La torre di cubetti doveva essere costruita con una determinata sequenza di colori. Le pagine del libro dovevano essere girate con una velocitá precisa, e le frasi lette con una certa intonazione. E ovviamente, l’attivitá doveva proseguire all’infinito. L’inflessibilitá interferisce con l’apprendimento e con lo sviluppo impedendo di realizzare nuove esperienze, ostacola l’interazione sociale e limita enormemente la vita quotidiana provocando crisi continuamente. I progressi e l’apprendimento dipendono dalle nuove esperienze, e le esperienze sono possibili se si tollerano i cambi. La flessibilizzazione é stata fin dall’inizio la battaglia piú dura contro l’autismo di Diego.

Per introdurre una piccola variazione in una qualsiasi attivitá, era necessario trattenerlo fisicamente anche se gli veniva anticipata…ena due anni era abbastanza forte e rabbioso da rendere l’esperienza traumatica per tutti. Fargli accettare i cambi era come scaldare un blocco di ferro per poterlo modellare…ma senza fiamma, a martellate. Immagina che quel blocco é il cervello di tuo figlio di due anni. E chi deve flessibilizzarlo sei tu, sua madre o suo padre…memtre piangere e grida istericamente perché hai messo un cubetto rosso al posto di quello blu nella torre, e devi trattenerlo per evitare che la butti giù, in modo che capisca che non crolla il mondo per aver variato la sequenza dei colori. E poi devi convincerlo a farlo lui, e gli guidi la mano mentre resiste con tutte le sue forze e quando finalmente ci riesce lo premi con quello che piú gli piace…e dopo un po’ di ripetizioni che lasciano tutti quanti esausti e sudati capisce che non succede niente, che puó farcela….fino alla seguente variazione.

Questo succedeva in ogni momento della giornata. In ogni cambio di vestiti. In ogni cambio di attivitá. Ogni volta che ci dimenticavamo le parole esatte di una canzoncina che ci eravamo inventati. Ogni volta che bisognava togliergli un gioco con cui si alienava troppo. Ogni volta che gli si proponeva un nuovo giocattolo o attività. In ogni piccolo cambio in un gioco sociale, racconto o routine che voleva sempre fossero eseguiti nello stesso modo. Ogni volta che doveva salire su una macchina diversa. Ogni volta che bisognava entrare o salire da una porta diversa. E quando ci sentivamo troppo stanchi per affrontare altre crisi e allentavamo la presa per qualche giorno, il ferro si raffreddava e induriva di nuovo, e bisognava ricominciare da capo.

La battaglia é valsa la pena. Diego é ancora inflessibile e probabilemente questa rigiditá rimmará una sua caratteristica, ma sta imparando a dominarla. Sa negoziare qualcosa in cambio delle variazioni (che non é mai qualcosa di materiale, ma un po’ di tempo in più per assimilare l’idea). Comincia a controllare le sue reazioni. Vedere come cerca strategie per vincere i suoi blocchi, sforzarsi per uscire da uno schema, riuscire a finire un’attività mentre la sua mente lo tira nella direzione opposta, è qualcosa che ci riempie di orgoglio per il suo sforzo in una lotta che pochi bambini della sua età devono combattere.

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Diego y los numeros

Después de los meses de silencio, la primera palabra que Diego pronunció espontáneamente fue “diez”. Tenía menos de dos años. Estábamos subiendo la escalera y yo, para decir algo, contaba los escalones. Cuando llegué al nueve, Diego se me anticipó y completó la serie. A partir de aquel momento, los números y el empezaron a formar una pareja inseparable pero Su obsesión, o pasión según los puntos de vista, estalló una tarde al ver un episodio de Dora la exploradora en el cual la niña tenía que buscar 100 llaves para liberar a los perritos encerrados en las jaulas de una perrera. Cada vez que la protagonista encontraba un lote de 10 llaves, las contaba y guardaba en una caja, en la que aparecían los números correspondientes. Diego estaba totalmente hipnotizado, con las pupilas dilatadas y el cuerpo en tensión. Era la primera vez que le veíamos tan centrado en algo.
                        Dos días después, empezó a fijarse en las matriculas de los coches, los números cívicos, las calculadoras. Cogía los libros y miraba todos los números de páginas con una atención feroz. Buscaba las parejas de números iguales. Nos asombró la velocidad con que aprendió a contar y a reconocer las cifras, comparado con lo difícil que le resultaba aprender cualquier otra cosa. Y también nos asustó la intensidad de su interés. El nivel de alienación que le provocaba correr y que tanto nos costaba vencer, no era nada en comparación con los bucles numéricos en los que entraba. Podía contar y correr durante horas si le dejábamos, y era mucho más difícil sacarle de ahí. Los números estaban por todas partes, y pronto no necesitó verlos para visualizarlos en su cabeza. Mientras contaba no podía hacer otra cosa, por ejemplo interactuar, comunicar, jugar de forma funcional, en resumen aprender las habilidades sociales básicas que están a la base de un desarrollo neurológico correcto. Una vez mas teníamos que combatir ese enemigo invisible que le ataba conexiones neuronales disfuncionales a cuesta de las correctas. Además, cada vez que faltaba un número de página en un libro, un cartelito en la calle, un número de parcela en un camping o en un aparcamiento, sus rabietas era incontrolables. Empezamos a ir por la vida con una tiza en el bolsillo para limitar los daños.
                              Perdimos la guerra contra los números. La perdimos por agotamiento. Y como en todas las guerras, hay que negociar con el vencedor, intentado transformarlo en un aliado. Para evitar que los números lo atraparan en un mundo paralelo sin salida, tuvimos que inventarnos la manera de usarlos como señuelos para atraer a Diego en el nuestro. Le obligábamos a pedirnos su puzzle de números cada tarde al volver a casa. Luego, nos tenía que pedir los números, uno a uno. Los escondíamos por casa, y tenía que buscarlos atendiendo a nuestras sugerencias. Los poníamos a la vista pero fuera de su alcance y nos tenía que señalar donde estaban. Le negociábamos una actividad de números a cambio de otra más funcional, antes y después. Un día su padre le cantó una preciosa canción de un cantante italiano en la que un padre canta a su hijo una nana sobre la serie de los números “una es la muerte, dos son los bueyes atados al carro, y son tres las partes del mundo, cuatro las piedras de Merlin, cinco son las edades, y seis las hierbas que el nano mezclará….”. Tumbados los dos en la cama, Diego le escuchó como si su vida dependiera de eso, y luego se la arregló para pedirle que la cantara otra vez.
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Dopo i mesi di silenzio, la prima parola che Diego pronunció spontaneamente fu “dieci”. Aveva meno di due anni. Stavamo salendo le scale di casa e io, per dire qualcosa, contavo gli scalini. Quando arrivai al nove, Diego mi anticipó e completó la serie. Da quel momento, lui e i numeri formarono una coppia inseparabile, ma la sua ossessione (o passione secondo i punti di vista) esplose una tarde guardando un episodio di Dora la esploratice, nel quale la bambina doveva cercare 100 chiavi di altrettante gabbie in cui erano rinchiusi dei cagnolini da liberare. Ogni volta che la protagonista trovava un mazzo di dieci chiavi, le contava e le metteva in una scatola sulla quale contemporaneamente appariva il numero corrispondente. Diego era ipnotizzato, con le pupille dilatate e il corpo in tensione. Era la prima volta che lo vedevamo cosí attento.
                             Due giorni dopo, cominció a osservare i numeri di targa delle macchine, i numeri civici, le calcolatrici. Prendeva i libri e guardava i numeri di pagina con un’attenzione feroce. Cercava le coppie di numeri uguali. Ci sorprese la velocitá con la quale imparó a contare e a riconoscere le cifre, confronto alla difficoltá di apprendimento di tutto il resto. All stesso tempo ci spaventó l’intensità del suo interesse. Il livello di alienazione che gli provocava correre e che tanto ci costava vincere, non era niente confronto ai loop numerici in cui entrava. Poteva correre e contare per ore se lo lasciavamo, ed era molto piú difficile tirarlo fuori. C’erano numeri dappertutto e ben presto non ebbe piú bisogno di vederli fisicamente per visualizzarli nella sua testa. Mentre contava non poteva fare nient’altro, per esempio interagore, comunicare, giocare in modo funzionale, insomma imparare le abilitá sociali fondamentali su ci si basa uno sviluppo neurologico corretto. Di nuovo, dovevamo combattere un nemico invisibile che annodava connessioni neuronali disfunzionali alle spese di quelle corrette. Inoltre, ogni volta che mancava un numero di pagina, un numeo civico, un numero di parcella in un camping o in un parcheggio, le sue crisi di rabbia erano incontenibili. Cominciammo ad andare in giro con un gessetto per limitare i danni.
                         Abbiamo perso la guerra contro i numeri. L’abbiamo persa per sfinimento. E come in tutte le guerre, bisogna negoziare con il vincitore cercando di trasformarlo in un alleato. Per evitare che i numeri lo imprigionassero in un mondo parallelo senza uscita, ci inventammo il modo di usarli come esca per attirarlo nel nostro. Lo obbligavamo a comunicare per chiederci il suo puzzle dei numeri, e poi lo obbligavamo a chiederci i numeri uni ad uno. Li nascondevamo per casa e lui li doveva cercare seguendo le nostre indicazioni. Li mettevamo in vista ma fuori dalla sua portata e lui doveva segnalare dove si trovavano. Gli negoziavamo un’attivitá di numeri con un’altra piú funzionale, prima e dopo. Un giorno suo papà gli cantò una bellissima canzone di Branduardi in cui un padre canta a suo figlio una filastrocca sulla serie dei numeri “unica é la morte, due sono i buoi legati al carro, e sono tre le parti del mondo, quattro son le pierre di Merlino che affilano le spade degli eroi…cinque fin’ora sono le età, e sei le erbe che il nano nel calderone mescolerà…”. Sdraiati sul letto, Diego lo ascoltava come se la sua vita dipendesse da quella canzone, e poi trovò il  modo di chiedergli di cantarla ancora.