En esos meses, una combinación de eventos casuales nos empujó hacía un camino muy poco transitado. Lo que al principio fue un experimento causado fundamentalmente por circunstancias logísticas, se transformó en una filosofía que desde entonces marca todas nuestras decisiones. Se acercaban las vacaciones de Carnaval, y simplemente no sabíamos qué hacer con el niño, ya que el colegio estaría cerrado, trabajamos los dos y no tenemos familia cerca. La asociación de autismo ofrecía un aula de vacaciones, pero los niños menores de 6 años solo eran admitidos durante 3 horas al día, lo que no representaba una solución viable. Una mañana, en la puerta del colegio apareció el cartel de una “ludoteca de Carnaval” organizada por el ayuntamiento durante los días festivos, como respuesta a las necesidades de conciliación familiar. Me paré en seco acordándome de la última conversación que tuvimos con el terapeuta del centro base en la sesión de despedida. Hablando de la escolarización de Diego, se me había escapado un “y que haremos en verano, cuando el cole estará cerrado…” y él había contestado “bueno, habría que buscar alguna ludoteca y ver que apoyos se necesitan…”, y eso quedó así, en un par de frases que eran más que nada la expresión de una preocupación para el futuro. Pero la contestación del terapeuta había sembrado la idea de que Diego no tenía que estar alejado de sus compañeros neurotípicos. Mirando el cartel, esas palabras cobraron sentido…ludoteca…apoyo…y de repente tuve una idea.
La ludoteca era ofertada por el ayuntamiento, pero la organización la llevaba una empresa, a la que mi marido llamó por la tarde. Explicó que teníamos un niño de 3 años con autismo, que queríamos apuntarle a la ludoteca, pero que necesitaba una persona de apoyo todo el tiempo…nuestra propuesta era proporcionar nosotros esta persona y que la empresa la contratara durante esos días, cargando a nosotros los gastos correspondientes en una factura a parte. Contuve la respiración durante todo el tiempo de la llamada, pero por la expresión de mi marido entendí que la cosa iba bien. Dijeron que sí. La educadora que le cuidaba en el comedor escolar aceptó con entusiasmo nuestra propuesta de acompañarle como apoyo. Antes de que se empezara a hablar tanto de “intervención en contexto natural”, “modelos centrados en la familia”, “ocio inclusivo” y “aprendizajes funcionales”, Diego y ella se convirtieron en pioneros de la inclusión.
Preparamos con los pictogramas un panel de anticipación de las actividades (jugar, pintar, almorzar…) aunque se quedaba muy general porqué la ludoteca no estaba pensada para niños con necesidades especiales y las actividades no eran adaptadas ni muy estructuradas. Elegimos juguetes para llenar los tiempos muertos, metimos la tablet en la mochila, y le llevamos un par de días antes a ver las instalaciones…y sobre todo cruzamos los dedos. Para que no tuviera rabietas. Para que no se plantara delante de la puerta sin querer entrar. Para que no pasara todo el tiempo corriendo de un lado a otro en un bucle sin fin. Para que al final no tuviéramos que dar por fracasado el experimento, dándole la razón a quien nos dijo que no se podía meter a un niño con autismo en un ambiente tan caótico y poco estructurado (o sea, normal), por mucho apoyo que se le diera.
Diego todavía hablaba muy poco. No podíamos saber a ciencia cierta hasta qué punto comprendía lo que le anticipábamos. Muchas veces se negaba a entrar en sitios cerrados. Le enseñamos la foto del edificio adonde íbamos, sin estar seguros de que había comprendido lo que iba a pasar. Nos sorprendió cuando entró relajado, y cogió la mano de la cuidadora. Otro niño se quedó fuera llorando…nos pareció surrealista que no fuera el nuestro. Un par de horas después nos llegaron unas fotos por whatsapp. Diego sentado en una larga mesa junto a otros niños, pintando con un pincel una bola de papel. Diego en el columpio, y en el balancín, cuando les sacaron a todos al parque. Diego trepando una pila de colchonetas con otros niños. No había sido todo perfecto, como era predecible le había costado entrar a las actividades y permanecer en ellas, adaptarse a los cambios, a la confusión, a la situación nueva y a los tiempos muertos. En el aula específica seguramente hubiera estado más tranquilo, y hubiera participado en más actividades. Pero no hubiera tenido la ocasión de pasarle una pintura a su compañero de mesa, cuando este se la pidió, de contestar a un saludo, de observar modelos normales de interacción entre iguales. En la ludoteca igual había participado solo en un 30% de las actividades, pero había conseguido estar ahí, con sus compañeros. Cuando, unas semanas después, repetimos el experimento en la ludoteca de Semana Santa, nos llegó un vídeo asombroso. Diego, al principio cogido de la mano de su educadora y luego autónomamente, jugaba al juego de las sillas musicales con otros niños. Al principio estaba un poco serio, pero poco a poco se dibujó una gran sonrisa en sus labios. Los niños que iban cerca de él le ayudaban, señalándole los sitios vacíos y llevándole ahí. Diego les miró alguna vez y se dejó guiar. Lloramos de emoción, y ya no tuvimos duda alguna. Habíamos topado con una bifurcación. Por un lado, había un camino un poco más abierto, con más recursos, más suave, más experimentado. Un camino hecho a medida de Diego y de otros niños como él, con muchos apoyos y más cómodo para él y para nosotros. Por el otro lado, una senda más cerrada, cuesta arriba y abrupta, bastante desconocida. Una senda con muchos obstáculos, en un entorno mucho menos comprensible para él, sin la estructura y la predictibilidad que le simplifican la vida. Una senda que teníamos que abrir solos…dos padres todavía desorientados, una educadora recién salida de la universidad y en su primera experiencia con el autismo, y un niño con mil obstáculos por superar. Pero en el fondo nosotros teníamos la corazonada de que si había una vía hacía la independencia y la vida en comunidad, era esa. Pedimos a Diego un esfuerzo más, y nos aventuramos los cuatro, intentando no mirar atrás.
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In quei mesi, una combinazione di evento casuali ci spinse su un sentiero assai poco frequentato. Quello che all’inizio fu un esperimento obbligato fondamentalmente da circostanze logistiche, si trasformò in una filosofia che da allora guida tutte le nostre decisioni. Si avvicinavano le vacanze di Carnevale, e semplicemente non sapevamo cosa fare con il bambino, visto che la scuola sarebbe stata chiusa, lavoriamo entrambi e non abbiamo familiari vicino a noi. L’associazione di autismo offriva un servizio durante le vacanze, ma i bambini minori di 6 anni erano ammessi solo per 3 ore al giorno, il che non rappresentava una soluzione per noi. Una mattina, sul portone della scuola apparve la locandina di una “ludoteca di Carnevale” organizzata dal comune durante i giorni festivi, come risposta alle necessità familiari e lavorative. Mi ricordai di colpo dell’ultima conversazione con il terapeuta del centro base durante l’ultima sessione con lui. Parlando dell’imminente scolarizzazione di Diego, mi era scappato un “e cosa faremo in estate, quando la scuola sarà chiusa…” , e lui aveva risposto “beh, bisognerà cercare qualche ludoteca e vedere che sostegni saranno necessari…” e la cosa rimase lì così, in un paio di frasi che non erano niente più che l’espressione di una preoccupazione per il futuro. Ma la risposta del terapeuta aveva seminato l’idea che Diego non doveva stare lontano dai suoi compagni neurotipici. Guardando il cartello, quelle parole ebbero senso…ludoteca…sostegno…e improvvisamente ebbi un’idea.
La ludoteca era offerta dal comune, ma l’organizzazione era a carico di un’impresa, che mio marito chiamò nel pomeriggio. Spiegò che avevamo un bambino di 3 anni con autismo, che desideravamo iscriverlo alla ludoteca, ma che aveva bisogno di una persona di sostegno tutto il tempo. La nostra proposta era di fornire noi la persona di sostegno, che l’impresa la contrattasse per quei giorni e che ci passasse la fattura della spesa corrispondente. Trattenni il respiro durante tutta la telefonata, ma dall’espressione di mio marito capì che la cosa andava bene. Dissero di sì. L’educatrice che si occupava di Diego nella mensa scolastica accettò con entusiasmo la nostra proposta di accompagnarlo come sostegno. Prima che si sentisse tanto parlare di “intervento in contesto naturale”, ”modelli centrati nella famiglia” , “ozio inclusivo” e “apprendimento funzionale”, lei e Diego si trasformarono in pionieri dell’inclusione.
Preparammo con i pittogrammi un pannello di anticipazione delle attività (giocare, dipingere, far merenda) anche se rimaneva molto generale perché la ludoteca non era pensata per bambini con necessità speciali e le attività non erano adattate né molto strutturate. Scegliemmo qualche gioco per riempire i tempi morti, mettemmo la tablet nello zainetto, e lo portammo un paio di giorni prima a vedere l’edificio…e soprattutto incrociammo le dita. Perché non avesse crisi. Perché non si piantasse davanti alla porta d’entrata rifiutandosi di entrare. Perché alla fine non dovessimo dare per fallito l’esperimento, dando ragione a chi ci disse che non si poteva mettere un bambino autistico in un ambiente così caotico e poco strutturato (cioè, normale), con o senza sostegno.
Diego parlava ancora molto poco. Non potevamo sapere fino a che punto capiva quello che gli anticipavamo. Spesso si negava a entrare in spazi chiusi. Gli mostrammo la foto dell’edificio della ludoteca, senza la sicurezza che avesse capito cosa sarebbe successo. Ci sorprese quando entrò rilassato, e prese la mano dell’educatrice. Un altro bambino rimase fuori piangendo…ci sembrò surreale che stavolta non si trattasse del nostro. Un paio d’ore dopo ci arrivarono delle foto sul whatsapp. Diego seduto a un lungo tavolo con altri bambini, dipingendo una palla di cartapesta. Diego sull’altalena, e sul cavalluccio, quando li portarono al parco a far merenda. Diego arrampicandosi su una pila di materassini con altri bambini. Non era stato tutto perfetto, com’era prevedibile aveva fatto fatica a partecipare alle attività, adattarsi ai cambi, alla confusione, alla situazione nuova e ai tempi morti. Nell’aula di educazione speciale sarebbe stato sicuramente più tranquillo e a suo agio, partecipando molto di più alle attività. Ma non avrebbe avuto l’occasione di passare un pastello al suo compagno di banco, di rispondere a un saluto, di osservare modelli di interazione normali. Nella ludoteca aveva forse partecipato a un 30% delle attività, ma era riuscito a rimanere lì con i suoi compagni. Quando, alcune settimane più tardi, ripetemmo l’esperimento nella ludoteca di Pasqua, ci arrivò un video stupefacente. Diego, prima per mano della sua educatrice e poi autonomamente, giocava alle sedie musicali con gli altri bambini. All’inizio la sua espressione era seria, ma poco a poco si disegnò sulle sue labbra un grande sorriso. I bambini che gli stavano accanto lo aiutavano, segnalandogli le sedie vuote e accompagnandolo. Diego li guardò alcune volte e si lasciò guidare. Piangemmo dall’emozione, e tutti i nostri dubbi si dissiparono. Eravamo arrivati a un bivio. Da una parte, c’era un sentiero un po’ più aperto, con più risorse, dolce e più transitato. Un sentiero fatto su misura per Diego e per gli altri bambini come lui, con molti sostegni e più comodo per lui e per noi. Dall’altra parte, un sentiero più chiuso, ripido e accidentato, e sconosciuto. Un sentiero con molti ostacoli, in un ambiente molto meno comprensibile per lui, senza la struttura e la prevedibilità che tanto gli semplificano la vita. Un sentiero che dovevamo aprire da soli…due genitori ancora molto disorientati, un’educatrice appena uscita dall’università e alla sua prima esperienza con l’autismo, e un bambino con davanti mille ostacoli da superare. Ma in fondo qualcosa ci diceva che se c’era un cammino verso l’indipendenza e la vita nella società, era quello. Chiedemmo a Diego un ulteriore sforzo, e ci avventurammo tutti e quattro, cercando di non guardare indietro.