Después de los meses de silencio, la primera palabra que Diego pronunció espontáneamente fue “diez”. Tenía menos de dos años. Estábamos subiendo la escalera y yo, para decir algo, contaba los escalones. Cuando llegué al nueve, Diego se me anticipó y completó la serie. A partir de aquel momento, los números y el empezaron a formar una pareja inseparable pero Su obsesión, o pasión según los puntos de vista, estalló una tarde al ver un episodio de Dora la exploradora en el cual la niña tenía que buscar 100 llaves para liberar a los perritos encerrados en las jaulas de una perrera. Cada vez que la protagonista encontraba un lote de 10 llaves, las contaba y guardaba en una caja, en la que aparecían los números correspondientes. Diego estaba totalmente hipnotizado, con las pupilas dilatadas y el cuerpo en tensión. Era la primera vez que le veíamos tan centrado en algo.
Dos días después, empezó a fijarse en las matriculas de los coches, los números cívicos, las calculadoras. Cogía los libros y miraba todos los números de páginas con una atención feroz. Buscaba las parejas de números iguales. Nos asombró la velocidad con que aprendió a contar y a reconocer las cifras, comparado con lo difícil que le resultaba aprender cualquier otra cosa. Y también nos asustó la intensidad de su interés. El nivel de alienación que le provocaba correr y que tanto nos costaba vencer, no era nada en comparación con los bucles numéricos en los que entraba. Podía contar y correr durante horas si le dejábamos, y era mucho más difícil sacarle de ahí. Los números estaban por todas partes, y pronto no necesitó verlos para visualizarlos en su cabeza. Mientras contaba no podía hacer otra cosa, por ejemplo interactuar, comunicar, jugar de forma funcional, en resumen aprender las habilidades sociales básicas que están a la base de un desarrollo neurológico correcto. Una vez mas teníamos que combatir ese enemigo invisible que le ataba conexiones neuronales disfuncionales a cuesta de las correctas. Además, cada vez que faltaba un número de página en un libro, un cartelito en la calle, un número de parcela en un camping o en un aparcamiento, sus rabietas era incontrolables. Empezamos a ir por la vida con una tiza en el bolsillo para limitar los daños.
Perdimos la guerra contra los números. La perdimos por agotamiento. Y como en todas las guerras, hay que negociar con el vencedor, intentado transformarlo en un aliado. Para evitar que los números lo atraparan en un mundo paralelo sin salida, tuvimos que inventarnos la manera de usarlos como señuelos para atraer a Diego en el nuestro. Le obligábamos a pedirnos su puzzle de números cada tarde al volver a casa. Luego, nos tenía que pedir los números, uno a uno. Los escondíamos por casa, y tenía que buscarlos atendiendo a nuestras sugerencias. Los poníamos a la vista pero fuera de su alcance y nos tenía que señalar donde estaban. Le negociábamos una actividad de números a cambio de otra más funcional, antes y después. Un día su padre le cantó una preciosa canción de un cantante italiano en la que un padre canta a su hijo una nana sobre la serie de los números “una es la muerte, dos son los bueyes atados al carro, y son tres las partes del mundo, cuatro las piedras de Merlin, cinco son las edades, y seis las hierbas que el nano mezclará….”. Tumbados los dos en la cama, Diego le escuchó como si su vida dependiera de eso, y luego se la arregló para pedirle que la cantara otra vez.
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Dopo i mesi di silenzio, la prima parola che Diego pronunció spontaneamente fu “dieci”. Aveva meno di due anni. Stavamo salendo le scale di casa e io, per dire qualcosa, contavo gli scalini. Quando arrivai al nove, Diego mi anticipó e completó la serie. Da quel momento, lui e i numeri formarono una coppia inseparabile, ma la sua ossessione (o passione secondo i punti di vista) esplose una tarde guardando un episodio di Dora la esploratice, nel quale la bambina doveva cercare 100 chiavi di altrettante gabbie in cui erano rinchiusi dei cagnolini da liberare. Ogni volta che la protagonista trovava un mazzo di dieci chiavi, le contava e le metteva in una scatola sulla quale contemporaneamente appariva il numero corrispondente. Diego era ipnotizzato, con le pupille dilatate e il corpo in tensione. Era la prima volta che lo vedevamo cosí attento.
Due giorni dopo, cominció a osservare i numeri di targa delle macchine, i numeri civici, le calcolatrici. Prendeva i libri e guardava i numeri di pagina con un’attenzione feroce. Cercava le coppie di numeri uguali. Ci sorprese la velocitá con la quale imparó a contare e a riconoscere le cifre, confronto alla difficoltá di apprendimento di tutto il resto. All stesso tempo ci spaventó l’intensità del suo interesse. Il livello di alienazione che gli provocava correre e che tanto ci costava vincere, non era niente confronto ai loop numerici in cui entrava. Poteva correre e contare per ore se lo lasciavamo, ed era molto piú difficile tirarlo fuori. C’erano numeri dappertutto e ben presto non ebbe piú bisogno di vederli fisicamente per visualizzarli nella sua testa. Mentre contava non poteva fare nient’altro, per esempio interagore, comunicare, giocare in modo funzionale, insomma imparare le abilitá sociali fondamentali su ci si basa uno sviluppo neurologico corretto. Di nuovo, dovevamo combattere un nemico invisibile che annodava connessioni neuronali disfunzionali alle spese di quelle corrette. Inoltre, ogni volta che mancava un numero di pagina, un numeo civico, un numero di parcella in un camping o in un parcheggio, le sue crisi di rabbia erano incontenibili. Cominciammo ad andare in giro con un gessetto per limitare i danni.
Abbiamo perso la guerra contro i numeri. L’abbiamo persa per sfinimento. E come in tutte le guerre, bisogna negoziare con il vincitore cercando di trasformarlo in un alleato. Per evitare che i numeri lo imprigionassero in un mondo parallelo senza uscita, ci inventammo il modo di usarli come esca per attirarlo nel nostro. Lo obbligavamo a comunicare per chiederci il suo puzzle dei numeri, e poi lo obbligavamo a chiederci i numeri uni ad uno. Li nascondevamo per casa e lui li doveva cercare seguendo le nostre indicazioni. Li mettevamo in vista ma fuori dalla sua portata e lui doveva segnalare dove si trovavano. Gli negoziavamo un’attivitá di numeri con un’altra piú funzionale, prima e dopo. Un giorno suo papà gli cantò una bellissima canzone di Branduardi in cui un padre canta a suo figlio una filastrocca sulla serie dei numeri “unica é la morte, due sono i buoi legati al carro, e sono tre le parti del mondo, quattro son le pierre di Merlino che affilano le spade degli eroi…cinque fin’ora sono le età, e sei le erbe che il nano nel calderone mescolerà…”. Sdraiati sul letto, Diego lo ascoltava come se la sua vita dipendesse da quella canzone, e poi trovò il modo di chiedergli di cantarla ancora.